Compilación de los libros de E. G. de White
Millares son los que pasan por la vida como si no tuviesen ningún gran objeto por el cual vivir, ninguna elevada norma que alcanzar. Una razón de ello es la baja estima en que se tienen. Cristo pagó un precio infinito por nosotros, y desea que nos valoremos de acuerdo con el precio que él pagó (Obreros Evangélicos, pág. 308).
Hombres y mujeres están apenas empezando a comprender el verdadero objeto de la vida. Les atrae el brillo y la apariencia. Ambicionan un puesto eminente en el mundo. Y a esto sacrifican los verdaderos fines de la vida. Las ejores cosas de la vida: la sencillez, la honradez, la veracidad, la pureza, la integridad, no pueden comprarse ni venderse. Tan gratuitas son para el ignorante como para el educado, para el humilde labriego como para el estadista cargado de honores. Para todos ha provisto Dios un deleite de que pueden gozar igualmente ricos y pobres: el deparado por el cultivo de la pureza de pensamiento y el trabajo abnegado, el deleite que se experimenta al pronunciar palabras de simpatía y al realizar actos de bondad. Quienes prestan semejante servicio irradian la luz de Cristo, para iluminar vidas entenebrecidas por muchas sombras (El Ministerio de Curación, pág. 150).
La intensa pasión por el lucro, el amor por la ostentación, el lujo y la prodigalidad, son otras tantas fuerzas que apartan a la mayoría de las personas del verdadero propósito de la vida, y abren la puerta a una infinidad de males. Muchos, totalmente dedicados a la búsqueda de tesoros terrenales, se vuelven insensibles a los requerimientos de Dios y a las necesidades de sus semejantes. Consideran sus riquezas como un medio para glorificarse. Añaden una casa a otra, un terreno a otro; llenan sus casas con artículos de lujo, mientras que en tomo suyo hay seres humanos que permanecen hundidos en la miseria y la delincuencia, en la enfermedad y la muerte (Testimonios para la Iglesia, tomo 9, pág. 74).
Para muchas personas, el objeto absorbente de la vida, lo que justifica cualquier cantidad de trabajo, es aparecer a la última moda. La educación, la salud y la comodidad son sacrificadas en el altar de la moda (Consejos sobre el Régimen Alimenticio, pág. 304).
La glotonería y la intemperancia se hallan en el fundamento de la gran depravación moral de nuestro mundo. Satanás está consciente de esto y constantemente tienta a
hombres y mujeres para que satisfagan sus gustos a expensas de la salud y hasta de la vida misma. En el mundo, comer, beber y vestirse se convierten en el blanco de la vida. Precisamente tal estado de cosas existió antes del diluvio. Y este estado de disipación es una de las evidencias sobresalientes de la pronta terminación de la historia de esta tierra (Eventos de los Últimos Días, págs, 22, 23).
Muchos padres tratan de crear la felicidad de sus hijos satisfaciendo su amor a las diversiones. Les permiten ocuparse en los deportes y asistir a fiestas sociales, y los proveen de dinero para usar libremente en la ostentación y la complacencia propia. Cuanto más se trata de satisfacer el deseo de placer, tanto más se fortalece. El interés de estos jóvenes queda cada vez más absorbido por las diversiones, hasta que llegan a considerarlas como el gran objeto de su vida. Forman hábitos de ociosidad y complacencia propia, que hacen casi imposible que alguna vez lleguen a ser cristianos estables (Palabras de Vida del Gran Maestro, pág. 34).
Entre los jóvenes del mundo, el amor a la sociedad y al placer llega a ser una pasión absorbente. La gran finalidad de la vida parece ser ataviarse, conversar, satisfacer el apetito y las pasiones, y sumirse en una ronda de disipación social. Dejados solos, se sienten desgraciados. Su deseo principal es ser admirados y adulados, e impresionar la sociedad; y cuando este deseo no se cumple, la vida les parece insoportable.
Los que aman la sociedad ceden con frecuencia a esta inclinación hasta que ella llega a ser una pasión predominante. … No pueden soportar la lectura de la Biblia ni la contemplación de las cosas celestiales. Se sienten miserables a menos que haya algo que los excite. No tienen en sí el poder de ser felices, sino que dependen para serlo de la compañía de otros jóvenes tan irreflexivos y temerarios como ellos mismos. Dedican a la insensatez y a la disipación mental las facultades que podrían aplicar a fines nobles (El Hogar Cristiano, pág. 414).
Los jóvenes deberían considerar seriamente cuál ha de ser el propósito y la misión de su vida, y echar el cimiento en una forma tal que sus hábitos estén libres de mancha de corrupción. Si quieren hallarse en condición de influir sobre otros, deben tener confianza en sí mismos. El nenúfar del lago hunde sus raíces bien abajo de la superficie de la basura y el cieno, y por su tallo poroso absorbe los elementos que han de contribuir a su desarrollo y a poder lucir a la luz su flor inmaculada para que repose pura sobre el seno del lago. Rechaza todo lo que empañaría y echaría a perder su inmaculada belleza.
Del nenúfar podemos aprender una lección: Aunque estemos rodeados de influencias que tiendan a corromper la moral y arruinar la vida, podemos negarnos a ser corrompidos y colocarnos donde las malas compañías no puedan dañar nuestro corazón. Individualmente, los jóvenes deberían buscar la compañía de quienes con paso firme avanzan trabajosamente hacia arriba. Deberían esquivar la sociedad de quienes absorben toda mala influencia, que son inactivos, y que no tienen un ardiente deseo de alcanzar una elevada norma de carácter, en quienes no se puede confiar como personas fieles a los principios. Procuren los jóvenes relacionarse con los que temen y aman a Dios, pues estos caracteres firmes y nobles son los representados por el nenúfar que abre su flor pura en el seno del lago. Rehúsan dejarse modelar por las influencias que serían desmoralizadoras y solo recogen para sí aquello que les ayudará a desarrollar un carácter puro y noble. Tratan de conformarse al modelo divino (Mensajes para los Jóvenes, pág. 299).
Queridos jóvenes, ¿cuáles son las metas y los propósitos de sus vidas? ¿Ambicionan una educación para tener renombre y posición en el mundo? ¿Tienen el pensamiento, que no se atreven a expresar, de estar algún día en la cima de la grandeza intelectual; de sentarse en asambleas legislativas y deliberantes, y de ayudar a dictar leyes para la nación? No hay nada malo en estas aspiraciones. Cada uno de ustedes puede llegar a distinguirse. No deberían contentarse con adquisiciones mezquinas. Escojan una norma elevada y no escatimen esfuerzos para alcanzarla (Mensajes para los Jóvenes, pág. 26).
Si Ud. quiere elegir acertadamente el gran blanco y propósito de la vida, sin cometer error en su elección y sin temer el fracaso, debe poner a Dios en el primer lugar, en el último y en el mejor, en todo plan, obra y pensamiento. Si Ud. busca una senda que conduzca directamente a las tinieblas, lo único que debe hacer es arrojar la luz de Dios detrás de Ud., y vivir sin Dios. Cuando Dios señale su senda y diga: “Este es tu camino de seguridad y de paz”, Ud. solamente tiene que volver su rostro e ir en dirección opuesta al camino del Señor, y así sus pies se afirmarán en la perdición. Es la voz del Cordero de Dios la que nos dice: “Sígueme, y no andarás en tinieblas” (Mensajes Selectos, tomo 2, pág. 190).
El que creó al hombre proveyó para el desarrollo de su cuerpo, alma y mente. Por consiguiente, el verdadero éxito en la educación depende de la fidelidad con la cual el hombre lleva a cabo el plan del Creador.
El verdadero propósito de la educación es restaurar la imagen de Dios en el alma. En el principio, Dios creó al hombre a su propia semejanza. Lo dotó de cualidades nobles. Su mente era equilibrada, y todas las facultades de su ser eran armoniosas. Pero la caída y sus resultados pervirtieron estos dones. El pecado echó a perder y casi hizo desaparecer la imagen de Dios en el hombre. Restaurarla es el objeto con que se concibió el plan de la salvación y se le concedió un tiempo de gracia al hombre. Hacerlo volver a la perfección original en la que fue creado, es el gran objeto de la vida, el objeto en que estriba todo lo demás. Es obra de los padres y maestros, en la educación de la juventud, cooperar con el propósito divino; y al hacerlo son “coadjutores […] de Dios”. 1 Corintios 3:9 (Patriarcas y Profetas, pág. 584).
Pero lo que sobre todas las demás consideraciones debiera inducirnos a apreciar la Biblia, es que en ella se revela a los hombres la voluntad de Dios. En ella aprendemos el propósito de nuestra creación y los medios por los cuales se lo puede alcanzar. Aprendemos a aprovechar sabiamente la vida presente y a asegurarnos la futura. Ningún otro libro puede satisfacer los anhelos del corazón o contestar las preguntas que se suscitan en la mente. Si obtienen un conocimiento de la Palabra de Dios y le prestan atención, los hombres pueden elevarse de las más bajas profundidades de la degradación hasta llegar a ser hijos de Dios, compañeros de los ángeles sin pecado (Consejos para los Maestros, págs. 51, 52).
Del nacimiento y de la caída de las naciones, según resaltan en los libros de Daniel y Apocalipsis, necesitamos aprender cuán vana es la gloria y pompa mundanal. Babilonia, con todo su poder y magnificencia, cuyo parangón nuestro mundo no ha vuelto a contemplar -un poder y una magnificencia que la gente de aquel tiempo creía estables y duraderos,- se desvaneció y ¡cuán completamente! Pereció “como la flor de la hierba.” Santiago 1:10. Así perecieron el reino medo-persa, y los imperios de Grecia y de Roma. Y así perece todo lo que no está fundado en Dios. Sólo puede perdurar lo que se vincula con su propósito y expresa su carácter. Sus principios son lo único firme que conoce nuestro mundo.
Un estudio cuidadoso de cómo se cumple el propósito de Dios en la historia de las naciones y en la revelación de las cosas venideras, nos ayudará a estimar en su verdadero valor las cosas que se ven y las que no se ven, y a comprender cuál es el verdadero objeto de la vida. Considerando así las cosas de este tiempo a la luz de la eternidad, podremos, como Daniel y sus compañeros, vivir por lo que es verdadero, noble y perdurable. Y al aprender en esta vida a reconocer los principios del reino de nuestro Señor y Salvador, el reino bienaventurado que ha de durar para siempre, podemos ser preparados para entrar con él a poseerlo cuando venga (Profetas y Reyes, pág. 403).
Deberíamos vivir para el mundo venidero. Es tan desagradable vivir una vida al azar y sin un blanco definido. Queremos tener un objeto en la vida: vivir para un propósito. Dios nos ayude a todos a ser abnegados, menos preocupados de nosotros mismos, más olvidadizos del yo y de los intereses egoístas; y para hacer el bien, no por el honor que esperamos recibir aquí, sino porque ése es el objeto de nuestra vida y dará una respuesta al fin de nuestra existencia. Que nuestra oración diaria se eleve hacia Dios para que nos prive de nuestro egoísmo (Nuestra Elevada Vocación, pág. 244).
El trabajo que se nos ha dado en esta vida es una preparación para la vida eterna. Si lo realizamos como Dios quiere que lo hagamos, toda tentación puede obrar para nuestro progreso; porque en la medida que resistamos sus seducciones, avanzaremos en la vida divina. En el calor del conflicto, estarán a nuestro lado agentes invisibles, a los cuales el cielo ordenó que nos ayuden en nuestras luchas; y en la crisis serán impartidas fuerzas, firmeza y energía, y tendremos un poder superior al mortal. …
El Espíritu Santo obra incesantemente, procurando purificar, refinar y disciplinar las almas de los hombres, a fin de hacerlos idóneos para la compañía de los santos y los ángeles (Consejos para los Maestros, págs. 225, 226).